Capítulo 1: El Clóset me Sacó a Mi

La primera mujer que me llegó a gustar (o mejor dicho, la primera que me pude admitir a mi misma que me gustaba), me usó como trapo sucio y viejo que dejas debajo del fregadero de la cocina porque está todo sucio, apestoso y roto; pero lo guardas comoquiera porque es el mejor que quita las manchas. (Como diría el Chapulín Colorado, se aprovechó de mi nobleza.) 

La primera vez que alguien me llegó a preguntar si era lesbiana, fue en décimo grado. Para mí, fue la ofensa más grande que me pudieran haber dado. Me pregunté qué daba la apariencia de que fuera gay; si mi obsesión con la escena en Jennifer’s Body donde Megan Fox y Amanda Seyfried se besan, o si el hecho de que en todos los casual day me vestía como Justin Bieber Circa 2010. No sé si me afectó más que pensaran que yo era gay, o si me afectó más quién fue la que lo pensó.

Digamos que fue la Serena Van der Woodsen de mi escuela, la Alison DiLaurentis, antes de que se fuera de Elite; la que en quinto grado era mi mejor amiga y la que llamaba por mi teléfono de Hannah Montana para gastar los 45 minutos que me quedaban disponibles, pero después cuando llegamos a escuela superior, terminó siendo más popular que yo y la distancia ganó. (En el mundo cinemático de Mean Girls, ella sería Regina George y yo Janis.)

Janis Ian, Mean Girls (2004)

Mi reacción inicial fue de asombro; nadie nunca había sugerido que yo era lesbiana (por lo menos no a mi cara); procedido por los «Stages of Grief»,

"No, probablemente la escucharon mal, hablaba de alguien más." (Denial) 
"Qué estúpida, cómo se atreve? Si ni nos conocemos ya." (Anger) 
"Puede ser que me vio con uno de mis hoodies de nene puesto, debería decirle que es de mi hermano o algo." (Bargaining)

Lamentablemente, hasta ahí llegué en esa ocasión. Terminé ignorando el hecho y me juré comprobarle que era la persona más heterosexual del mundo; como si los nenes no me dieran asco y como si los pipís no me aterraban (Tengo una relación muy complicada con el sexo, no me siento cómoda refiriéndome a ciertas cosas por su nombre—pero eso es un tema para otro día). Varios meses después; sin querer, le di con un zapato en la cabeza, me convencí de que me odiaba y no le volví a hablar hasta la universidad.

(Para contexto: Una de mis amigas había tirado una patada tipo Karate Kid en el salón, y había roto la ventana. Mientras eso ocurrió; yo salí del salón, muerta de la risa, e intenté imitar a mi amiga; sin tomar en consideración que éramos unas cretinas que usaban los zapatos como si fueran pantuflas de viejito millonario que duerme en batas, y que al imitar la patada de ella, mi zapato también terminaría volando y rompiendo algo más importante que la ventana, mi dignidad. Y la cabeza de «Sara.» (Se llama Carla, pero para disimular.)

Un tiempo después, para nuestra clase de «psicología», nos hicieron escoger roles aleatoriamente, y teníamos que presentar una mini obra en dónde desarrollábamos nuestros personajes. A mi (porque como saben, a el Universo le gusta usarme como stress ball), me tocó «alguien que es gay y no sabe cómo decirle a sus padres». El rol de mi «padre» le tocó al que yo juraba era el amor de mi vida desde quinto grado (hasta que un día me «fui de pecho» y literalmente dijo yo nunca estaría contigo), que solo lo hizo peor. Cuando salimos de la clase, fui a dónde una de mis amigas y le dije «soy una lesbiana que no sabe cómo salir del clóset», y ella procedió a emocionarse, abrazarme y decir «¡Lo sabía!».

(Que conste que fue la misma amiga que, eventualmente, sería la primera en enterarse, oficialmente, que no me gustaban tanto los pipís.)

Nuevamente, me sentí como si me acababan de decir que mi boca olía a ajo podrido, o que parecía que no me bañaba hace una semana (para mí, la peor ofensa que puedo recibir es sobre mi higiene. Lo psicoanalizamos después). Esta vez no tenía justificación; esta sí me conocía. Esta era de las amigas que su familia sabía mis platos favoritos, de las que me había visto llorar porque mi outfit no cerraba (sí, de verdad pasó); esta me había visto en hoodie y en falda; en crop-top y en sweatpants. Alguien con una percepción profunda de mí y pensaba que YO era GAY?

Mi misión, entonces, se convirtió en intentar ser la «bad girl» cliché de las películas. La misteriosa, incomprendida que tiene commitment issues pero si la llegas a conocer profundamente, te enamoras. La que nunca está con nadie seriamente, pero tenía muchos pretendientes por todas partes. (Siento que estoy describiendo la versión poética de una canción de Wisin & Yandel, pero ese es el vibe que quería dar.)

En fin, quería ser Megan Fox en Jennifer’s Body, pero sin comerme a los nenes (literalmente). Por razones fuera de mi control (probablemente más relacionados a mi apariencia física en la escuela superior, aumentados más aún por mi baja autoestima), no lo pude lograr en décimo y tuve que esperar hasta mi año senior para poder tener mi era de Brooke Davis (S1-S3) en One Tree Hill. (No veo películas, pero veo demasiadas series.)

En parte pudo haber sido que en mi año senior estaba en otro colegio; y no en el mismo en el que llevaba desde tercer grado (en el momento, cambiarme se sintió como el fin del mundo pero ahora, no me puedo imaginar un desenlace distinto). Nadie me recordaba como la que lamió tierra en tercero por un reto, ni como la que la primera vez que bebió en una fiesta estaba tomando antibióticos y terminó vomitando el trampolín de la casa de alguien. (El de Gabriela, pero nuevamente, para disimular.)

Un colegio nuevo me abría el panorama a ser misteriosa, genuinamente misteriosa porque nadie sabía nada de mí. Mi oportunidad de comprobar que nunca ningún nene de mi clase me confesó sus sentimientos porque mi personalidad era demasiado, y no porque no era atractiva. Aquí no me conocían, no habían visto mis defectos, ni mis outbursts incontrolables de necesitar atención. Y efectivamente, lo comprobé.

Les contaría sobre el primer nene que me llegó a gustar después de mi «padre» en psicología, y sobre cómo un viernes 12 de febrero me pidió un beso y juró que no tenía novia (ni nada por el estilo), y el lunes 15 (cuando celebramos San Valentin en la escuela) le envió una serenata (de esas que hacía el coro y el consejo de estudiantes para recaudar fondos) donde le dedicó «Solo para ti» de Camila a la muchacha con la que estaba saliendo; o que dos años después lo volví a ver en una parranda, (y yo, que no estaba en un buen lugar emocionalmente), traté de revivir la «llama», y él estaba muy ocupado tirándole a mi mejor amiga; pero eso sería muy directo.

Podría contarles, entonces, de cuando fui a Punta Cana en mi Senior Trip y descubrí que sí me encontraban atractiva en otros países, como Chile, México, Ecuador, El Salvador… pero mi mamá lee esto, así que mejor lo guardamos para otro día. Por ahora, les contaré sobre algo un poco más serio, algo que se me hizo muy difícil realizar, superar y que aún estoy mejorando.

No voy a profundizar mucho (no porque no es algo importante, sino porque es otro tema de los cuales les puedo escribir las cinco páginas double-sided, y preferiría dejarlo para otro escrito) ni voy a disertar una tesis doctoral sobre la feminidad y el valor interno de la mujer, pero sí diré que hubo un tiempo de mi vida dónde deje que mi validez interna dependiera de los demás.

(Ahora nuevamente nos transportamos a un segway tipo serie de Netflix, y aquí es dónde te doy un flashback que de momento no entiendes, pero después se conecta con lo demás, se los prometo.)

[Trigger Warning (TW): Hablo de Acoso Se*ual].

No estoy segura de dónde nació mi inseguridad, ni que fue lo que causó el hueco inmenso en mi ego que me llevó a pensar así pero, nunca me sentí lo suficientemente linda para ser acosada.

No leyeron mal; no me sentí, nunca, lo suficientemente linda para ser acosada. Sé que eso no es algo que debería pensar, ni mucho menos compartirlo con el internet; y no quisiera que nada dañara esta relación blogger—lector que hemos desarrollado hasta ahora (porque quiero que me sigan leyendo y me gusta pensar que le caigo bien a todo el mundo), pero siento que es necesario hacerlo para el contexto de la historia, y para ti, que me lees. Para que nunca pienses ni te sientas igual que yo me sentí.

No les estoy diciendo que soy del 3% de mujeres que nunca han sido acosadas (sí. Tres. 97% de las mujeres entre 18-24 años han sido acosadas en algún punto de su vida–un tema que tocaremos bien y a fondo, después), ni les estoy sugiriendo que cuando salía a la calle buscaba activamente que un viejo verde de 65 años bajara la ventana y me pitara; pero cuando tienes 15 años y tus amigas están más… desarrolladas que tú, es fácil confundir lo que uno quiere.

Les estoy diciendo que para mi mente de adolescente virgen que no tuvo ni su primer beso hasta los 17 años; el hecho de que a mis amigas las acosaran significaba (para mi) que estaban en plenitud. Pensaba que cuando nos agarraban las nalgas en el tumulto de los conciertos, era un halago. O que cuando un grupo de hombres me rodearon y comenzaron a decir «BESO! BESO!» en medio de una barra (aunque yo no conocía a ninguno de los que me estaba rodeando y mucho menos al que querían que le diera el beso), significaba que estaba tan buena que los hombres tenían que usar a sus amigos de excusa para hacer el primer «move».

Sé lo que están pensado, lo pienso yo también cuando miro para atrás. Yo era una tonta (por no decir pendeja, no me gusta hablar malo) y si pudiera ir para atrás en el tiempo, iría a donde mi «yo» de ese entonces; le daría una bofetada, un abrazo y le diría «loca, ponte pa’ número.» Le reiteraría lo horrible que se siente ser acosadas, lo horrible que puede llegar a ser...ser mujer, y lo horrible que será cuando se dé cuenta de todas las veces que la acosaron, y por insegura, lo dejó pasar como algo normal. (aunque claro, nunca fue culpa mía, que fue algo que tuve que aprender luego. Nunca es culpa tuya que te acosen.) Le diría que su valor nace de ella, y que se dará cuenta de lo mucho que vale un poco tarde (y que va a tener que gastar mucho dinero en psicólogos y terapeutas, pero por lo menos va a saber lo que vale).

(Nada, abundaremos más en temas así más adelante. Por ahora, vuelvo del flashback para explicarte por qué te dije todo esto.)

Brinquemos entonces a cuando fui para la universidad. En Estados Unidos. Con Gringos. (No es que tenga algo en contra de los United Estays, (aunque…) pero si han visto una sola película de adolescentes estadounidenses o series como Blue Mountain State, Greek, Euphoria…les puedo decir que sí parecen estar basados en eventos reales.) Mi fantasía de empezar desde cero, de reivindicarme completamente, se volvió una opción y ahora el «bad-girl» phase se convertiría en algo más real, más viable.

Efectivamente, ser una latina en un pueblo dónde lo más que habían visto de «cultura hispana» era el Taco Bell que quedaba al final de la calle, le vino bien a mi autoestima. Ignoraba por completo lo vacía que me sentía luego de una noche hablando con un Brad, o lo incómoda que me sentí la vez que besé a un Conrad (Brad no existe, pero ese sí), no me importaba que no me sentía ni plena ni vacía; estaba «fluyendo» (pensaba yo).

Hasta que un día, mientras estudiaba para un examen de Matemáticas en el Starbucks de mi universidad (o sea, un coffee shop dónde compraban vasos con el logo de Starbucks), la conocí. (Sí, a la que les dije al principio, la que me trató como paño sucio, esa).

(Nota del autor: No lo hago por crearles tensión, ni por tratar de jugar son sus sentimientos. Genuinamente, al escribir este blog, terminé escribiendo 10 páginas y no quería torturalos y que tuvieran que leerme trauma dumping por 10 páginas corridas–mejor se los expando para que lo sientan como menos.

Parte 2 sale el Miércoles (03/09)

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